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El cazador y el cocinero

La Palabra de Dios, su manera de ser, un bello día,

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Había una vez un cazador y un cocinero. A pesar de ser gemelos, no había entre ellos nada en común. Ni en la apariencia, ni en la estructura física, contrariando lo que normalmente sucede.

El cazador reunía la estructura propia de un valiente conquistador. Sus características físicas lo asemejaban a un oso, listo para devorar a su presa. Sus dotes físicas, sumadas a la habilidad en la caza, lo llevaban hacia los campos y los bosques. La sabrosa carne de sus cazas, su manera de ser viril y, sobre todo, el hecho de ser el primogénito, elevaban aún más el concepto que su padre tenía de él.

Siempre que volvía de los campos, traía como trofeos piezas de caza extraordinarias. Eso lo hacía ser cada vez más admirado por todos. “Un líder nato” – pensaba su padre, orgulloso.

Pero a cada alabanza recibida, el cazador aumentaba su orgullo y vanidad. Mientras que su autoestima estaba en las alturas, la de su hermano delgado, pacífico, casero y cocinero, disminuía.

Al contrario del cazador, el cocinero era poco notado. Salvo cuando de sus manos habilidosas salía algún plato sabroso.

No obstante, su vidita pacata y casera no le impedía su astucia. Sabía que, de alguna forma, en un bello día, su talento de cocinero iba a cambiar el rumbo de su historia.

Aún siendo muy joven, quizás a causa de su estructura delgada, que contrastaba con la de su hermano, se involucró en el aprendizaje del arte culinario. Al final de cuentas, pensaba él, todos necesitan alimentarse y dependen de una olla. El apoyo de su madre fue fundamental en su aprendizaje. Eso la cautivó al punto de transformarse en su fiel aliada en la conquista del futuro.

A causa de una riqueza inconmensurable, el cazador se jactaba de que, tarde o temprano, lideraría su poderoso clan cuando faltase el padre. Ese hecho ya estaba determinado. El segundo nació para servir al primero. Los seres queridos, parientes y amigos, contaban con eso.

Solo dos personas creían en lo imposible. Esto es, en la inversión de eso. Creían en la Palabra de Dios: el cocinero y su madre.

Y, sin disputa familiar o “judicial”, el que nació siervo se transformó en señor de aquel que nació señor. El fuerte, imbatible, valiente, eximio cazador, líder y etcétera y tal, terminó rindiéndose por un pedazo de pan y un plato de lentejas hechos por el cocinero.

La historia de Esaú y Jacob se ha repetido a lo largo de los milenios porque Dios exalta a los humillados y humilla a los exaltados.

Pues como está escrito: “Lo necio del mundo escogió Dios, para avergonzar a los sabios; y lo débil del mundo escogió Dios, para avergonzar a lo fuerte; y lo vil del mundo y lo menospreciado escogió Dios, y lo que no es, para deshacer lo que es…” 1 Corintios 1:27-28

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